Me paso una semana en Baires. Hago de cicerone para mis padres, quienes no habían estado jamás en la resplandeciente Baires.
Los taxistas nos han dado opinión tras opinión, más eruditas algunas, más intuitivas otras, todas agudas y reflexionadas, de esas que se forjan conversando un mate o algo por el estilo. Buenos conversadores, simpáticos y divertidos, los porteños aman su ciudad y su modo de vida. Paseo por Florencia, La Boca, almuerzo en Puerto Madero, oigo el vocinglerío de los cafés (no pude entrar al Tortoni...), hago el tour del Colón... Es entretenida la bella Buenos Aires, una señorona aristocrática que se emperifolla de cuando en vez y vuelve a brillar.
Mi padre hace una observación: dice que, al revés de lo que pasa en Chile, donde la gente va preocupada y con el ceño fruncido, con una mezcla de agobio y desagrado, los bonaerenses se ven también preocupados por algo, orientados a alguna tarea, pero relajados, como quien disfruta el recorrido de lo que va haciendo. Buenos Aires tiene eso, un buen aire para el espíritu, en todo tiempo. Se puede pensar y reír, se puede llorar, recordar, se puede alucinar si fuese necesario, todo va bien, a la regia y distendida manera de Buenos Aires.
Siempre estaré volviendo. Y de vez en cuando beberé algún trago a su salud. Novelistas, soñadores, locos empedernidos, tangueros, milongueros, vagabundos, todo eso es Buenos Aires, mi Buenos Aires querido como reza la canción. La próxima, eso sí, entro al Tortoni como sea.
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