Voy por un largo corredor que por rarísima casualidad está desierto. Quizás por qué no hay nadie a esta hora, en la cual normalmente van y vienen decenas de personas. El largo corredor parece una pista para el despegue de pequeños aviones solitarios. Hacia la mitad, una máquina enceradora sin control gira y gira. La encargada se ha ido y por alguna sinrazón la ha abandonado, quizás por unos minutos. La máquina gira lentamente sin parar y es como si estuviese a punto de echar a correr por la pista.
Soy el único testigo de esta escena surrealista. La máquina gira y gira sobre su eje lentamente. De improviso me explotan las ganas de tomar la máquina y perseguir al primero que se aparezca. Perseguirlo hasta que se suba a un árbol o a una muralla. Perseguirlo como si uno tuviera un enjambre de libélulas saliéndole de las manos.
Pero algo me lo impide. Es martes, un martes igual a todos los martes. Y yo voy ataviado como martes, y pienso como martes, y no se me cruza ninguna idea delirante, como suele pasar los martes.
Así es que apenas sonrío, con cierta nostalgia, y me encierro en mi oficina.
Soy el único testigo de esta escena surrealista. La máquina gira y gira sobre su eje lentamente. De improviso me explotan las ganas de tomar la máquina y perseguir al primero que se aparezca. Perseguirlo hasta que se suba a un árbol o a una muralla. Perseguirlo como si uno tuviera un enjambre de libélulas saliéndole de las manos.
Pero algo me lo impide. Es martes, un martes igual a todos los martes. Y yo voy ataviado como martes, y pienso como martes, y no se me cruza ninguna idea delirante, como suele pasar los martes.
Así es que apenas sonrío, con cierta nostalgia, y me encierro en mi oficina.