lunes, 23 de marzo de 2009

Rien. Luis XIV.

Me voy a Florencia el Domingo.

Hoy pude ver el sol anaranjado escondiendose en los cerros.

Soy una santa digo.

Martes.

jueves, 12 de marzo de 2009

De casualidad paso por la callejuela donde vive Igor. Paso a verlo y lo ecuentro leyendo tirado en el jergón. Raro, sábado hacia el anochecer.
- El Dorado. Estoy leyendo la vieja historia de El Dorado - dice.
Despacho lentamente un vaso de Eristoff. Es lo único que hay.
- ¿Por qué?
- ¿Por qué qué?
- Por qué lees semejante pelotudez - digo.
Farfulla una explicación. Los españoles persiguieron por siglos una ciudad en la mítica América entera de oro. Paredes de oro, baños de oro, calles de oro. Varias expediciones enfebrecidas se perdieron en la selva persiguiendo la ciudad, y pocos fueron los que regresaron. El más famoso de los enfebrecidos fue Lope de Aguirre, la ira de Dios se hacía llamar, quien a punta de espada y horca hizo avanzar su expedición hasta que él y su hija fueron los últimos en caer atravesados por las flechas de los indios. El Dorado fue el norte y el sueño de varias generaciones de castellanos hidalgos y aguerridos que buscaban, mas que el oro de la ciudad, la visión de un lugar que resplandece inmensamente recortado contra el horizonte. De seguro iban codiciosos en las expediciones, pero eso es inevitable. Así son los homínidos.
- Todo el mundo tiene su El Dorado, Mahiakeff. Hasta los descreídos como tú
Otro vodka. Las cosas se empezaban a pudrir.
- Yo creo que encontré el mío - dice mirando el techo.
Casi me zampo la botella entera de una bocarada. Fue la única manera de tragarme semejante declaración. Tenía los ojos como si estuviesen dorados. mirando el techo. Es la primera vez que lo veo así.
- Oye Igor, hagamosla corta. ¿hay alguien?
Suspira y sonríe.
- Siempre tan prosaico Mahiakeff.
No creo que vuelva a verlo pronto, aunque pase por casualidad por la callejuela donde vive. Creo que por alguna razón no me la quiso soltar entera. Siempre he tenido la impresión de que, en el fondo, Igor es un buen tipo, y que alguna vez se le iba a cruzar una mujer de verdad y que ahí él se iba a despedir de este mundo. Le llegó la hora parece. En fin. Ojalá tenga suerte en el otro mundo. Los tipos así se la merecen.
El Dorado. Capaz existe. Existe cada cosa, los homínidos, los hidalgos, el Eristoff... ¿por qué no El Dorado?

domingo, 8 de marzo de 2009

Leo los Upanishads, parte de los textos sagrados de los hindúes. Quedo pegado con algunas visiones, de las que no me puedo desprender por días y días.
Los dioses le temían a la muerte. Para huir de ella, se refugiaron en las estrofas. "La muerte los vió allí. Como se ve un pez en el agua, así los vio en los versos, las melodías y las fórmulas de sacrificio".



La Muerte ha venido por los deva y los asura
Los ha mirado como se ve un pez en el agua
escondidos en los versos y las melodías.

Se ha detenido a observarlos
como hacen los niños
con las semillas de diente de león
que estallan al amanecer.

Después
ha hecho un giro en el viento
y sin dejar de sonreír
se ha perdido en el cielo.

jueves, 5 de marzo de 2009

El Silencio. Revista Mujer, La Tercera, 2007.

Las palabras son un puente. Entre el yo y el tú, las palabras hacen un tejido que a ratos puede tocar el ser. Cuando se habla más allá de la superficialidad, tan necesaria a veces, cuando se toca lo esencial, las palabras reúnen las almas y conjuran la soledad. Eso lo sabemos todos, es parte de nuestra experiencia. Pero a veces las palabras intoxican, provocan confusión. ¿Cómo saber cuándo hablar y cuándo hay que callar?

El silencio puede hacer hablar. Este presupuesto que parece tan obvio, a veces suele caer en el olvido. Pareciera que todo el mundo deseara expresarse, deseara hacerse presente, necesitara tejer puentes con las palabras. Y se olvida el silencio, que en cierto sentido puede ser una hermosa ofrenda para los demás. Y para uno mismo.

Cuando pasamos por momentos de confusión, de desorden interno, sea por lo que sea, intentamos acallar la ansiedad con palabras que nos decimos o con palabras sabias y consoladoras que buscamos en los demás. Muchas veces esto nos tranquiliza y nos hace sentir mejor. Sin embargo, una técnica que puede ser de gran utilidad es callar, dejar el espacio para que las cosas en nuestro interior se acomoden y armonicen, sin que el discurrir de las palabras entorpezca el proceso mental.

Con algunas personas el efecto del silencio es impresionante. Cuando las palabras interiores se empiezan a acallar, pueden notar con mayor exactitud qué es lo que realmente sienten, y de esta manera lo pueden conectar con recuerdos e impresiones significativas. La claridad es muchas veces mas bien hija del silencio que de la precisa organización de las palabras. Hay personas que necesitan de las palabras para alcanzar la armonía interior. Pero es necesario recordar que también hay otras que necesitan el silencio.

Estamos tan acostumbrados a hablar que olvidamos el valor del silencio. Algunos terapeutas utilizan la técnica de quedarse en silencio, esperando que el paciente hable sin censura y sin restricción. Al comienzo puede resultar incomodo, pero después las personas pueden asociar libremente sus ideas y sensaciones de modo que, con el tiempo, cuando cae la censura, dejan salir lo más profundo que hay dentro de sí y, mediante la ayuda del terapeuta, pueden encontrar una comprensión precisa de sus conflictos y aprensiones. Así, el silencio y la confianza abren una vía hacia lo profundo y permiten mirar el pasado y el presente con claridad.

Debiéramos preguntarnos qué tipo de personas somos. Cuánto valor tiene en nuestro espíritu el silencio. Cuánta necesidad podríamos tener de él. El silencio puede dejar florecer de manera natural sentimientos que necesitan tener un cauce distinto que el verbal. De hecho, los sentimientos mas sublimes tienen un carácter inefable, no se dejan capturar por las palabras. Si llenamos nuestro ser de palabrería, quizás no nos sea posible tomar el pulso de algunos sentimientos que hablen de nosotros mismos, y nos hablen a nosotros mismos mucho mejor que mil palabras. No hay que olvidar entonces que la magia de las palabras, la bella magia de las palabras, también nos puede intoxicar.