Una gota cristalina resbala lentamente por la brillante pared del vaso. La brisa trae el olor de la espuma de la rompiente, salobre y huidizo. Una formación de pelícanos planea con cierta torpeza siguiendo la cambiante línea de las olas, subiendo y bajando en desorden.
El café tiene el agradable gusto amargo que golpea las papilas gustativas y las alerta. Un gato pasea sobre el techo tratando de pasar inadvertido pero las calaminas crujen quedamente. En el Nijo Jo, el castillo medieval de la ciudad de Kyoto, las tablas del piso tienen un mecanismo que las hace crujir ex profeso para escuchar en la noche el ruído de las atacantes silenciosos que buscan introducirse en el palacio. En los árboles los ramajes se mecen con lentitud por el paso de la brisa, y el olor que trae se mezcla con la fragancia de las semillas. El sendero que baja serpenteando por la colina tiene un color intensamente amarillo, iluminado por los rayos del sol de la mañana.
El hombre apura el café y sale en dirección a la playa. Ha visto una vela desplegada gallardamente en el horizonte. Camina con determinación, como si fuese a echarse al agua para nadar hasta el navío mientras la brisa le desordena los bucles que parecieran querer echarse a volar hasta el resplandeciente cielo.