miércoles, 11 de enero de 2012

En verdad a veces me cansa Igor. Tiene períodos buenos en los que trabaja a cabeza gacha, sin decaer, con la mensedumbre de los mujik, dócil e incansable, pero tiene otros en los que le vuelve la melancolía y cumple a media máquina con sus ocupaciones, anda perdido y con cierta frecuencia toma alcohol en exceso. Ahora está pasando por uno de esos períodos. Ha perdido varios trabajoa, a pesar de que le tienen estima, por la malhadada melancolía. En Moscú apenas se le notaba, entre otras cosas porque hay mucha gente así en la calle, pero aquí, donde todos esperan que éste sea el día de su existencia, los 15 minutos de Warhol y esa macana, se nota mucho más la melancolía por el contraste.
Paso cada noche a saludarlo, más bien a asegurarme de que ha vuelto a su covacha y de que sigue vivo, a darle algo de sopa caliente y a arroparlo, perdido como está en los vapores del vodka. Parece que una vez más le han despedido, cosa que no le importa en lo más mínimo. Tendido en el camastro, inconsciente, tiene sobre los párpados la misma curva que cuando sonríe. Farfulla cosas sobre la Catedral de San Esteban, de la que ha sido devoto alguna vez, y sobre la nieve rutilante de las riberas del Volga. La misma escena, las mismas murmuraciones cada noche, el camastro, su soledad.
Los ataques de melancolía parecen dulces a veces, pero tienen la fuerza de un tsunami. He conocido varios espíritus dignos y gallardos sucumbir ante la dulce ferocidad de la melancolía. Los médicos de la Grecia clásica decían que estos ataques sobrevenían porque se humedecía la bilis y se volvía negra. Los psicoanalistas dijeron, veinticuatro siglos después, que en la pérdida no elaborada se encontraba el orígen de la melancolía. Los psiquiatras dicen ahora que viene porque se descalibran algunos químicos en el cerebro. Los casos como los de Igor muestran en realidad que los restos maravillosos de lo que ha quedado atrás son los gérmenes de la melancolía, y que aún frente al horizonte más resplandeciente, aquello de uno que se ha quedado enredado en los recodos del pasado se niega a morir.
Cada noche, al salir a la calle después de alimentar y arropar a Igor pienso en ello. Las nieves en las riberas del Volga a mí me parecen más rutilantes que las que he visto en otras partes, pero es muy probable que objetivamente no sea así. Los espíritus como el mío pueden olvidar con facilidad porque nunca han tenido hogar, pero Igor tenía un bello hogar y por eso ahora por épocas sobre su alma pasan los tsunamis de la melancolía.
La Alameda después de las 11 de la noche, a la altura de la Plaza Italia es un verdadero zoológico. Se puede comer barato y agradablemente si uno no es demasiado quisquilloso. Pasa gente de todo tipo. Casi ningún verdadero melancólico. Sergio, uno de la oficina que opina sobre cualquier cosa que se le cruce, dice que los chilenos han cambiado, que antes las calles estaban llenas de melancólicos y que ahora son raros. Yo pienso en Igor mientras camino por la Alameda, en su hogar, en los recodos de su pasado y en los tsunamis de la melancolía.