domingo, 21 de noviembre de 2010


En el Museo de Estambul está esta cabeza de Zeus, que proviene de la magnífica Troya, Ilión, la ciudad de Ilio arrasada por los griegos. Homero cantó que la guerra de Troya fue causada por el robo de una mujer, Helena de Esparta, esposa de Menelao, pero en realidad Troya estaba creciendo mucho en esplendor y era la ciudad cúlmine del Asia, magnánima y alta como ninguna polis griega, y esa fue la verdadera razón por la cual los griegos decidieron destruírla. Asi y todo, sus altas torres y murallas resistieron por diez años el asedio de los ejércitos de Agamenón, que eran los ejércitos de Europa. La guerra de Troya fue la guerra entre la Europa bárbara e impía, vanidosa y cruel, y el Asia refinada y respetuosa de la consciencia luminosa del hombre.
Por supuesto esta es una versión antojadiza. No sé si algún estudioso la sostiene pero es la idea que me he venido haciendo a fuerza de darle vueltas al asunto. La sostenía como una idea frágil y delicada, no demasiado convincente, hasta que ví el Museo de Estambul. Tiene una sección troyana. Troya queda en territorio turco, estaba situada a la salida del Estrecho del Bósforo, en una posición muy ventajosa para el comercio pues allí confluyen los mares de Europa y Asia. No pude ir a Troya pero algún día lo haré. La sección troyana tiene entre otras muchas cosas esculturas como ésta, de Zeus, hecha necesariamente por hombres cultos y fuertes, poderosos y sensibles. No he visto entre las muchas esculturas griegas de la época nada que tenga este aire tan profundamente digno y fuerte, lo que me ha hecho pensar que la lucha entre un mundo bárbaro y uno refinado ya tuvo lugar mucho tiempo atrás.
No sé cuánto habrá cambiado el espíritu de Europa y el de Asia en estos milenios. Me da la impresión que, en el fondo de los fondos, no tanto. Esta cabeza de Zeus, hecha por hombres fuertes y sensibles me asentó la idea, que ya no es frágil, de una guerra entre dos mundos contrapuestos en relación al valor que asignaban a la luz de la consciencia, uno impositivo y fundado en la ley de la sujeción, y otro magnífico y magnánimo, como Príamo, el rey de la última Troya, flor de Asia, que se hundió luchando y mirando el cielo.
No deja Homero de traslucir esto. En la última rapsodia de La Ilíada, el cruel e impío Aquiles, el de los pies ligeros, mata a Héctor, domador de caballos, el noble héroe de Troya. Con el Héctor que muere a manos de un muchacho dotado y caprichoso muere por siglos el hombre que cree en el hombre, dejando al ser humano en manos de su propia bestia.
El que vaya a Estambul no deje de ver esta cabeza de Zeus. De seguro le pasará lo que a mí, que no la olvidará jamás. Es Domingo, miro el cielo, veo las escasas nubes arremolinadas en la cumbre de un cerro. Por la tarde visitaré a mis viejos en su casa, quienes me enseñaron sonriendo que a pesar de Aquiles, siempre habrá una historia de Héctor. Por suerte siempre existe gente así.