viernes, 25 de junio de 2010

De pronto veo caer hojas de otoño secas desde las ramas de un árbol. Una brisa suave las desprende y caen oscilando con lentitud. Miríadas de hojas se desprenden y caen recortándose contra el cielo plateado. El tronco del árbol se ve negro con el contraste y las ramas parecen tener una actidud resignada y dulce. La lluvia no se decide a caer aunque la tierra está mojada.
No dejo que me asalten los recuerdos. Quedo sumido en un estado de tenue asombro, embebido en el deslumbrante plateado del cielo. Las hojas caen como si lo estuviesen haciendo a kilómetros de distancia. Decido enfocar mi atención en ellas y por un momento siento la oscilación. Luego cierro las claraboyas y me echo a andar.
El asombro actúa como una especie de frontera para los recuerdos y la imaginación. Los escritores de haikú dicen que es el estado en el cual deben escribirse estos poemas. Parece ser un estado que tiende a difuminarse en cuanto aparece, como si fuese un centelleo. Por alguna extraña razón éste permaneció por varios minutos. Si las hojas hubiesen sido de alguno de los espléndidos arces blancos, de tronco jaspeado con manchas café, como los que hay en Japón, quizás se me hubiese ocurrido algún haikú. Horas después se desata la lluvia.
Negra la tierra, negros los haikú, negros los heraldos negros. Tan solo el cielo resplandece.

1 comentario:

Beatrice dijo...

"... y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada...