El viernes vimos en el espejo unidireccional (polarizado) a una prostituta de cerca de 50 años. Venía porque quería cambiar. Procesar sus dolores y cambiar de manera de ser y así buscarse otro camino. Tenía un hijo, circa treinta, profesional, que no sabía pero sospechaba la vida de su madre. Mirabamos a través del espejo y oíamos sobre la tragedia que la condujo a hacer la vida que llevó.
Era una mujer trágica. Sobrellevaba la existencia con una intensa sensación de resignación y fatalidad. Parecía sonreir a pesar de cualquier adversidad, por feroz que ésta fuese. Sonreía también al entrevistador. Detrás del espejo había un silencio sepulcral. Yo tenía una garra en la garganta.
La Ale, mi compañera en psicoterapia, de pronto agachó suavemente la cabeza y me musitó: "Una puta triste". Asentí. Recordé a García Marquez y sus putas tristes. Recordé miles de dolores a los que he asistido y me pareció que éste, el de las putas tristes, puede ser uno de los mas desgarradores. La mujer contó que una vez su hijo, a los 10 años, le había dicho "¿Qué sacamos con tener de todo si tenemos que andar con la cabeza gacha?" Bajó la cabeza. Nosotros también.
Al salir respiré una bocanada de aire. A fin de cuentas, todos tenemos algo de puta triste. Y de un montón de otros personajes además. Solo que anduvimos con suerte y pudimos darle la pasada al primer plano a personajes menos patéticos. Miré un árbol gigantesco que hay en el pasillo y que apenas se nota. Tiene unas ramas sarmentosas y tupidas por entre las cuales pasan los rayos del sol. Hice en silencio un brindis por las putas tristes, las que hay en el mundo y las que hay en el universo de cada cual, y ví entonces como, a través de mis ramas sarmentosas, pasaban tímidos rayos de sol que dejaban sombras en el suelo, las que después me seguían hacia cualquier lugar donde enfilara.
(Dedicado a Frank Nicotine)